La panadería
cierra sus puertas a las 9:00 pm todos los días. Pero el pasado 3 de octubre
fue diferente, salimos más tarde de lo habitual. El gerente me ordenó dejar una nota en la
puerta del gran horno. Quería que le dijera
a los compañeros del próximo turno que el horno no funcionaba. Yo
sabía que no me iban a creer. Por eso
traté
de explicar la situación de una forma clara sin dejar de ser breve.
A las 7:42 pm
un automóvil poco común se estacionó frente a las puertas de la panadería.
Menos común era el chofer, tenía una barba larga y tres grandes ojos que lo
hacían lucir sin frente. Como a mi nada
me sorprende, mantuve mis manos en la masa y me limité a saludar con la cabeza. Acto seguido vi el celaje de la cajera que
gritaba una sola palabra: ¡Extraterrestres! La cajera está viva pero no volvió
a trabajar con nosotros. La cosa es que aquella última palabra que pronunció en
la panadería afloró un antiguo prejuicio
en mi cabeza. Odio los extraterrestres desde que aprendí a odiar. La semilla xenofóbica
fue plantada en mi niñez. Antes de saber limpiarme el culo, gracias a mi padre
y a mis dos ojos, grabé en mi mente un cojón de películas de extraterrestres. La
mayoría de las tramas se parecían: objetos no identificados tratan de colonizar la
Tierra, otra vez. Mostros verdes, cucarachas gigantes o enanitos hijueputas destruían
ciudades y mataban a sus habitantes para controlar el precio del petróleo en el
universo. Los extraterrestres, para mí, significan peligro inminente, la muerte
al asecho.
Inevitablemente
entré
en un estado de alerta; que se jodan las cacofonías, estaba caga’o. Más que
defenderme quería sobrevivir. No sabía
cómo vencer a un extraterrestre. Soy de Bayamón pero no soy tan problemático,
no tengo armas de fuego. Tengo una cuchilla pero se me quedó en casa. Mis manos
solo sostenían algunas onzas de masa de pan. Para empeorar, antes que yo
pudiera divisar la ayuda de algún objeto
punzante, el visitante barbudo entró hasta mi área de trabajo. El cabrón se
detuvo frente a mi cagado cuerpo y me gritó. Por mi vasto conocimiento en
filmes asumí que ese grito era su forma de declararme la guerra. El estruendo
fue tan fuerte que mis rodillas no paraban de temblar. Pero antes de ver la película de mi vida pasar,
mis observadores ojos descubrieron algo. Al igual que yo, el enano gritón no tenía
armas en sus manos y mirándolo bien, noté que era más pequeño que yo. Sin
pensarlo mucho froté mis manos hasta hacer una bolita de masa de pan. Los tres
ojos no dejaban de mirarme. Agarré la bolita con la mano derecha y la lancé al
aire. Los tres ojos la siguieron hipnotizados y no los culpo, la bolita parecía
flotar en la nada. Mientras él miraba la
bolita yo aproveché y salí corriendo desapercibido por la izquierda. Les
confieso que ese acto de maña, jugar con la mente de un ser de
otro mundo, me llenó de coraje y confianza. Por eso no salí de la panadería, ni
siquiera salí de mi área de trabajo, me limité a pararme detrás de él. Ahora
era yo quien lo acorralaba contra el gran horno. Aunque no me crean, cuando me detuve, la panadería se iluminó. Una epifanía. Sobre
los extractores de humo apareció la imagen de un hombre con barba, se parecía a
Chuck Norris y me saludaba con la cabeza. No tuvo que decirme nada, ya yo sabía
lo que tenía que hacer. Concentré mi energía en la cintura y le di una patada
voladora al extraterrestre que acababa de voltearse hacia mí. El pequeño
barbudo cayó contra las puertas del horno.
No quiero escucharme altanero pero fue como golpear cualquier cara, una
explosión de adrenalina igual que otra. Tampoco me haré el macho, al final
terminé asusta’o. Lo que me cagó fue que,
cuando el visitante chocó contra el horno, la luz se apagó. Cuando regresó la
iluminación el extraterrestre se había ido con su automóvil volador. El gerente llegó y me mandó a
dejar una nota pegada en el horno mientras el buscaba a la cajera que, además
de irse, se había descuadrado. Por eso el 3 de octubre salimos a las 10:00 pm. y,
aunque los del próximo turno no me crean, por eso el horno no sirve.