Desde que me escapé, juré que no dejaría que me volvieran a
encerrar o encadenar; tampoco haré otro contrato con el tiempo; por esas
razones no uso reloj. Soy un gato negro y libre. No volveré a ser mascota; solo
acepto y brindo amistad. Voy y vengo cuando quiero y en ese vaivén recuerdo las
vidas que he perdido y defendiendo las vidas que me quedan. Valoro lo
aprendido, en especial lo que aprendí gracias a la casualidad de estar en el
momento y el lugar exacto.
Hace algunos años conocí por casualidad
a un pequeño personaje que nunca usó reloj. Sus razones no eran ideológicas,
simplemente, sus extremidades no estaban hechas para cargar ese tipo de
accesorio. Pero esa no es la razón de nuestra amistad. Podría contarte que
somos amigos porque él, como yo,
sobrevivió momentos donde las
decisiones son de vida o muerte pero la verdad es que somos amigos porque nos
atrevimos a compartir vivencias. Con él
–o más bien sobre él–
revoloteaba una mariposa que me habló muy poco. Andábamos por el muelle el día en que
nos encontramos. Ese mismo día él narró su historia. Escucharlo me cambió y por eso prometí
compartirla justo como la escuché; estas no serán mis palabras, esta es la
historia del gongolí rojo.
Mi amigo vivía en un pueblito entre la montaña y la bahía de los barcos. Me contó que a pesar de su evidente habilidad para dar pasos, cuando era joven, le temía a caminar. Explicaba que su papá murió caminando, aplastado por el zapato de un caminante. El viejo gongolí murió de camino a algún lugar y de eso su hijo entendió que caminar te puede costar la vida, esa era su gran verdad. Por eso no le gustaba andar. Pero a pesar de su negativa, arrastraba todas sus patas colina abajo, diariamente, para treparse en la única roca azul verdosa que quedaba junto a la quebrada. Era casi un ritual. Allí se enrollaba. Imitando la circunferencia del sol sobre el cielo, sobre aquella piedra, se convertía en un silencioso espiral rojo. No hay duda, combinaba con el ocaso de la montaña. Aun distantes, el sol y el gongolí, parecían bailar prendidos entre los últimos colores del día. Entre aquellas manchas celestes que terminarían, como siempre, en azules nuevos y noches parecidas. Ser parte del mundo se reducía a verse reflejado, junto al cielo, sobre el fino hilo de agua turbia que aun fluye quebrada abajo. Allí se quedaba hasta que la noche decidía estirarlos, a todxs, como al horizonte. (Así describía el gongolí sus cortas travesías diarias. En mi opinión, eran dos círculos rojos entre trillones de colores. No me emocionan las distinciones. La noche le resta importancia a los colores y las diferencias, eso siempre me pareció justo.) Tras el fin del atardecer, con o sin luna, mi amigo regresaba con cuidado por la yerba; nunca volvía por los caminos, jamás, aunque tuvieran aceras anchas.
Una tarde el gongolí bajó por la colina
como todos los días y se enrolló sobre la misma piedra azul verdosa. No
era un día común, no se escuchaban las aves. Antes que el sol cayera sobre el
silencio de los arboles, el viento comenzó a silbar entre las ramas vacías.
Como quien se cuela en una fila vigilada por el tiempo, atrevida, la noche se
adelantó. La lluvia y los truenos coparon el cielo junto a las tinieblas.
La quebrada se tiñó de
fango. Ante esto, el gongolí, consciente de que no era un buen día, se
mantuvo en su postura de pequeño espiral solitario, como quien prefiere no ver
–ni luchar en contra de– el inminente mal.
Desde el tembloroso eco de su propia circunferencia escuchó, por primera vez, la voz de la quebrada. Voz que comenzó como un murmullo pero siguió subiendo su tono, hasta imitar el grito de mil bestias al unísono. De grito pasó a ser estruendo de arboles rotos bajo grandes sandalias divinas, como si los dioses marcharan con prisa hacia una guerra en el mar. Una brisa húmeda silenció todo como si se pudiera detener el tiempo. Impensable pero cierto, justo antes del encuentro con aquella fuerza, todo fue brisa de espuma dulce. Después todo se volvió frío y simple como los pies de la muerte. Una gran ola, un gigantesco golpe de agua destruyó lo que se conocía como la orilla de aquellos días. La poderosa corriente se llevó al gongolí quebrada abajo, río abajo, junto a todo lo demás.
“Cuando la muerte invita, solo hay dos opciones: aceptar o declinar. Dicen que a veces la muerte perdona a los más osados. Repito, sólo a veces.”
–La mariposa–
Sin saber a ciencia cierta qué pasa
después de estirar las patas, el gongolí despertó bajo un sol dorado, sobre la
arena blanca de alguna playa divina. Cientos de olas se estrellaron
en la orilla, una tras otra frente a él. (Estoy seguro que el Gongolí nunca
había visto el mar de cerca. No sé a él pero para mí el mar nos recuerda que
existe tanto por conocer que lo indescriptible rima con inmensidad; pero ese
soy yo rimando sin saber.) Luego de un largo trance cuasidivino, al estirarse,
sintió el vivo dolor de su mala travesía. Sobrevivió. Sin perder más tiempo
comenzó a caminar bajo el sol.
Mientras caminaba, a lo lejos, vio
una diminuta línea con alas que revoloteaba torpemente. El gongolí sabía
lo que era y camino hasta ella. Era una mariposa de alas amarillas que recién
se levantaba de una mala noche. Él le contó su historia y ella hizo lo mismo.
Aunque estaban sobre la arena por razones distintas y desde mundos aparte, se
entendieron y siguieron juntos. El mismo día que los conocí se marcharon, no
sin antes aconsejarme con amor. Hoy, repito sus palabras como si las
creyera: Nunca dejes de amar el movimiento, detenerse siempre es el penúltimo
paso antes de morir; no hay nada después, sólo esperar. Pero a pesar de todo,
comparte mientras puedas moverte, mientras puedas compartir. Así me dijeron
cuando llegaron a mí y lo repitieron al marcharse. Que bueno que pasaron
por el muelle con su historia y su amistad. Aquel día se marcharon caminando
sobre la arena blanca, bajo el sol dorado, sin fijarse en el tiempo, hablando
de amar al prójimo por los caminos que unen la montaña con la bahía de los
barcos.