“El terrible
complot de seguir viviendo”, decía en la columna verde que sostenía
el techo. La columna era un
cilindro de cemento armado que se levantaba unida al suelo gris calizo. Era la
pieza principal de aquella estructura hecha con cruces de madera, sin paredes y
cubierta con planchas de zinc. Era una pérgola simple, un escape fácil. Un espacio sereno en medio del campo. Rodeado por ecos de pájaros
y árboles. A veces llovía, pocas veces llevaba compañía. Era mi lugar, mi
pedazo de montaña. Me gustaba ser parte de aquel murmullo natural a mi manera,
en silencio. Me sentaba a observar los detalles, a escuchar mis preguntas y a
fumar. La última tarde que fui a la pérgola, de una grieta en la base de la
columna, justo bajo la frase de autor desconocido, crecían tres ramitas verdes
de un joven flamboyán.
Hace mucho tiempo que no visito aquel
lugar, cien años exactamente. Suelo preguntarme si aún existe aquella montaña o
si todavía la pérgola sigue en pie. Quizás tiene zinc nuevo e historias
recientes. Nunca lo sabré, llevo casi
noventa años en esta biblioteca virtual. Aquí no se existe como antes, es diferente.
Me dedico a recordar, mantener mi memoria fresca es mi único trabajo. Ya no
tengo que alimentarme y pocas veces descanso. Mis pensamientos son parte de una
sección llamada “Banco de hombres”. Soy
una de las pocas mentes que el Congreso de Mujeres ordenó preservar para el
estudio póstumo del hombre. Me
escogieron para estar en esta sección porque, según ellas, mi forma de
interpretar y razonar es intrigante. Además, mi cuerpo resistió el mortal
virus; no morí al instante como la mayoría. Eso me dijeron las científicas
antes de convertirme en un archivo. Esa fue la última escena de mi antigua
existencia: muchos cables y una aguja en mi cuello. Desde entonces sólo
puedo recordar, no tengo contacto con nada nuevo. Ni siquiera puedo saber quién
ve o estudia mi mente. No sé si alguien me ha leído o sólo soy un libro
olvidado en algún anaquel.
Lo único que me queda es el tiempo, saber
cuántos años llevo en esta inmortalidad. Ayer recordé la última lección de
Julio, el profesor de literatura. Él dijo que nunca habrá razones válidas para
el genocidio; exterminar grandes cantidades de cualquier cosa es, y será
siempre, un abuso y una exageración. Me preguntaba cuántos
profesores dejaron de existir y cuántas mujeres se arrepienten de haber
eliminado a todos los hombres de la tierra. ¿Realmente matarnos fue necesario
para salvar al mundo de la destrucción? Hoy recordé la cita de la columna verde.
El día que caí víctima del virus estaba en la pérgola. Ese mismo día descubrí las tres ramitas de
flamboyán que crecían en la grieta de la columna. Aunque amaba aquella
estructura, espero que el joven flamboyán hoy sea un árbol centenario. Que sus
ramas sean como rayos de madera que se separan y esparcen hacia el cielo;
ojalá, aunque esto signifique que la columna, y todo lo que ella sostenía, desapareció.
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