lunes, 6 de febrero de 2017

¿Qué quiero de ti?

“Ya no sé hacer el amor si no es volando.”
-Oliverio,  personaje de la película “El lado Oscuro del corazón”,
parafraseando a Oliverio Girondo, poeta argentino.-

¿Qué quiero de ti?

Sentir(te)
un puñal en el pecho
un rayo en las sienes
el gemido incontrolable
perderme en tus nubes

de todos los cielos,
el cielo de tu boca
los labios entre tus caminos
el zodiaco de tus lunares
un recuerdo constante y claro
como el frío del río
a veces parecido al amor
desbordado
a veces cicatriz traviesa
siempre color utopía

¿Qué quiero?
Confes[arte]
que andas amaneciendo en mis noches
como quien sabe cabalgar fantasmas
quiero que sepas que no soy poeta
que no prescribo finales
trágicos, gloriosos ni épicos
abandoné esas vanidades
allá, cuando contaba los años
porque el arte no necesita adivinos
porque la perfección es etérea

Quiero que sepas, de antemano,
que ya no sé estar si no es para ser sincero
que soy un caracol vacío apuntando al infinito
el fuego del fuego, el sol en tus manos
no soy astronauta del tiempo
y ante tu universo de revoluciones
no quiero resistirme

(No me mal interpretes
no busco que me complementes
soy mi propia aventura
y así son mis advertencias.)

¿Qué quiero de ti?
que abras los baúles
y muestres tus trofeos
sin temor a tus demonios
sin temor a enamorarme
ni al niño, ni al viejo
que no te detengas antes de tiempo
no mires la hora si aun es de noche
no te culpes si tus culpas me tocan
muérdeme la mente
y si me matas, que sea por odio, no por miedo
sigue tu vida, tu único instante, como ya sabes
aquí y ahora, con una nueva opción
sabiendo que quiero vivir la epifanía
de ver cómo te transformas
una y otra vez
descontrolada
en la diosa ráfaga de fuego
que tanto me encanta.

Básicamente, eso es lo que quiero.

miércoles, 30 de noviembre de 2016

A mi amada Charca de Villalba

Esta puede ser mi última carta. Me han pasado muchas cosas desde la última vez que me permitieron escribirte. Los doctores tienen peores intenciones cada día. Todavía quieren hacerme creer que mi nombre es Lidia. Me juran a gritos que amarte es imposible. Piensan que un hombre no puede enamorarse de un cuerpo de agua. No entienden que el río es una comunidad de almas vivas y algunas de sus charcas son capaces de amar. Creen que estoy loco, que lo nuestro es un exceso de imaginación. También dicen que si me declaran inocente, tendré que regresar a la tierra de mis padres porque en este país no seré bienvenido; pero no hay libertad lejos de ti. No hay felicidad sin tu corriente rozando mis muslos y si añoro salir de esta mazmorra es porque quiero reencontrarme contigo. Ojalá entendieran que amarte, charca bella, es lo mejor que me ha ocurrido. Trato de mentir para que me dejen ir. Niego que te amo para que no me golpeen pero no los convenzo. Tienen una máquina más fuerte que un polígrafo; como decía Cheo Feliciano, “Yo no tengo corazón para olvidarte” y por eso no puedo esconderle mis sentimientos a esa caja con cables. Los apodos, las torturas y las preguntas de los fiscales aumentaron desde mi última carta. El dolor ha sido inhumano pero no quiero que entristezcas y mucho menos te reprocho, solo trato de ser sincero como acordamos. He resistido todo tarareando nuestras canciones favoritas. Sobrevivo recordándote. Me cortaron los genitales y me reconstruyeron. Ahora tengo físico de mujer. Me drogan para confundirme. Hay un enfermero que me amarra y viola todas las noches. Dice que tengo que pagar por matar a los hombres salvajes que intentaron destruir tu orilla y llenarte de piedras. Parece que nadie quiere entender que solo trataba de defenderte. No les importa ponerse en nuestro lugar. Tanta insensibilidad me está envejeciendo. Pero hay un doctor nuevo que no es como los demás. Me regaló esta hoja para escribirte y me prometió que te la entregaría personalmente. Ayer, mientras me inyectaba, aceptó que no hay nada malo en el amor que siento pero no puede interceder por mí ante los otros doctores. Insinuó que maté a los guardaespaldas de alguien importante; será difícil salir de aquí. Supuestamente, los abogados quieren aplicar la pena de muerte. No entiendo al estado, ni sus leyes, ni por qué condenan este amor. Solo quiero estar contigo, desvestirme en tu orilla y defenderte nuevamente si fuese necesario. Eres tan importante para mí que todas las madrugadas, cuando por fin me dejan dormir, recuerdo la primera vez que me devolviste una sonrisa. Ese mismo día nos besamos y dormimos juntos. Al amanecer me dijiste que nadie nos entendería y tenías razón. Pero no importa porque me permitiste ser real, sin mascaras o silencios falsos. Gracias a ti, todavía, todas las mañanas sonrío. Si no te amara, en lugar de hacerte una carta, me perforaría el corazón vacío con este lápiz que hoy me ayuda a escribir. Pero no lo haré,  quiero mantenerme vivo para pelear por nuestro amor. Los verdaderos amantes, cuando mueren, se convierten en la tristeza de sus amadas. Yo no quiero ser tu tristeza, charca bella. Quiero ser el hombre dentro de ti, quiero que me dejen amarte. Sobre todo espero que estés bien y que esta carta te ayude a seguir viva, deseándome con las mismas ansias que yo te deseo.

Te ama con fuerzas indestructibles,

José

martes, 14 de octubre de 2014

Guia para domar sueños

      Aprendí a controlar los sueños cuando me di cuenta que nunca llevaba puestos mis espejuelos cuando soñaba. Desde entonces intento dormir siete horas diarias como mínimo. Aunque controlar lo incontrolable es una tentación para las mentes más poderosas, cualquiera puede editar sus sueños si sigue mis consejos.

1) Para controlar los sueños hay que estar pendiente a los detalles. Hay que rayar en la incredulidad, hacer el hábito de preguntarse por qué las cosas suceden. Para quien desee manejar sus sueños, está prohibido aceptar que las cosas son como son por naturaleza. Todo, hasta lo aparentemente inamovible, es producto de un conflicto anterior.

2)  Siempre hay un punto de partida cuando se sueña, tienes que identificarlo. Es un lugar que existe en la realidad y siempre será donde comiencen tus sueños. Hay que pensar rapido. Aunque no hay duda de que los sueños tienen un comienzo repetido, este lugar puede convertirse en otro en un pestañeo. Lo importante es encontrar ese punto y recordarlo cuando te hayas dado cuenta que estás soñando. (En mi caso, todos mis sueños comienzan al final de la cuesta conocida como la calle 5. No es casualidad, esa es la calle donde se encuentra la casa de mi madre y mi lugar de juegos por excelencia.) Entonces queda claro que el lugar de inicio siempre es conocido y hay que remontarse a él para comenzar a controlar el subconsciente. Para concluir esta parte diré que, conversando con otros domadores de sueños, llegamos a la conclusión de que las pesadillas terminan en el punto de partida de los sueños. Todavía no tenemos una explicación para esta coyuntura entre sueños y pesadillas pero de igual forma, tal vez, esto les ayude a encontrar y superar esta etapa.

3) Una vez aprendas a darte cuenta que estás soñando y tengas identificado tu punto de partida, el resto es una mezcla de creatividad y osadía. Decide lo que quieras hacer e inténtalo. Le confieso que las primeras cosas que hice fueron:

a. Jugar baloncesto y meter un tiro de tres puntos con la zurda.
b. Volar hasta la luna y sentarme a admirar el planeta.
c. Encontrarme con una maestra de mi infancia en una cena romántica.
    
     Al día de hoy he soñando tanto que ya perdí la cuenta. La complejidad de mi creación ha superado mis propias expectativas. He creado un sistema solar con doce planetas de los cuales tres están habitados. La tecnología es superior, no hay guerra, ni estratificación social. Cada vez que sueño viajo a este sistema y me siento en una plaza llena de aristas callejeros a escribir cartas de amor.

     
     A consecuencia de lo antes expuesto, he dejado de escribir cuentos porque prefiero crearlos mientras duermo. Les advierto, ser domador de sueños es adictivo. Sean prudentes.

jueves, 7 de agosto de 2014

El Gongolí Rojo

       Desde que me escapé, juré que no dejaría que me volvieran a encerrar o encadenar; tampoco haré otro contrato con el tiempo; por esas razones no uso reloj. Soy un gato negro y libre. No volveré a ser mascota; solo acepto y brindo amistad. Voy y vengo cuando quiero y en ese vaivén recuerdo las vidas que he perdido y defendiendo las vidas que me quedan. Valoro lo aprendido, en especial lo que aprendí gracias a la casualidad de estar en el momento y el lugar exacto.

            Hace algunos años conocí por casualidad a un pequeño personaje que nunca usó reloj. Sus razones no eran ideológicas, simplemente, sus extremidades no estaban hechas para cargar ese tipo de accesorio. Pero esa no es la razón de nuestra amistad. Podría contarte que somos amigos porque él, como yo, sobrevivió momentos donde las decisiones son de vida o muerte pero la verdad es que somos amigos porque nos atrevimos a compartir vivencias.  Con él –o más bien sobre él–  revoloteaba una mariposa que me habló muy poco. Andábamos por el muelle el día en que nos encontramos. Ese mismo día él narró su historia. Escucharlo me cambió y por eso prometí compartirla justo como la escuché; estas no serán mis palabras, esta es la historia del gongolí rojo. 

         Mi amigo vivía en un pueblito entre la montaña y la bahía de los barcos. Me contó que a pesar de su evidente habilidad para dar pasos,  cuando era joven,  le temía a caminar. Explicaba que su papá  murió  caminando, aplastado por el zapato de un caminante. El viejo gongolí murió de camino a algún lugar y de eso su hijo entendió que caminar te puede costar la vida, esa era su gran verdad. Por eso no le gustaba andar. Pero a pesar de su negativa, arrastraba todas sus patas colina abajo, diariamente, para treparse en la única roca azul verdosa que quedaba junto a la quebrada. Era casi un ritual. Allí se enrollaba. Imitando la circunferencia del sol sobre el cielo, sobre aquella piedra, se convertía en un silencioso espiral rojo. No hay duda, combinaba con el ocaso de la montaña. Aun distantes, el sol y el gongolí, parecían bailar prendidos entre  los  últimos colores del día. Entre aquellas manchas celestes que terminarían, como siempre,  en azules nuevos y noches parecidas.  Ser parte del mundo se reducía a  verse  reflejado, junto al cielo, sobre el fino hilo de agua turbia que aun fluye quebrada abajo.  Allí se quedaba hasta que la noche decidía estirarlos, a todxs, como al horizonte. (Así describía el gongolí sus cortas travesías diarias.  En mi opinión, eran dos círculos rojos entre trillones de colores. No me emocionan las distinciones. La noche le resta importancia a los colores y las diferencias, eso siempre me pareció justo.) Tras el fin del atardecer, con o sin luna, mi amigo regresaba con cuidado por la yerba; nunca volvía por los caminos, jamás, aunque tuvieran aceras anchas.


             Una tarde el gongolí bajó por la colina como todos los días y se enrolló sobre la misma piedra azul verdosa.  No era un día común, no se escuchaban las aves. Antes que el sol cayera sobre el silencio de los arboles, el viento comenzó a silbar entre las ramas vacías.  Como quien se cuela en una fila vigilada por el tiempo, atrevida, la noche se adelantó. La lluvia y los truenos coparon el cielo junto a las tinieblas. La quebrada se tiñó de fango. Ante esto, el gongolí, consciente de que no era un buen día, se mantuvo en su postura de pequeño espiral solitario, como quien prefiere no ver –ni luchar en contra de– el inminente mal. 

           Desde el tembloroso eco de su propia circunferencia escuchó, por primera vez, la voz de la quebrada.  Voz que comenzó  como un murmullo  pero siguió subiendo su tono, hasta imitar el grito de mil bestias al unísono. De grito pasó a ser estruendo  de arboles rotos bajo grandes sandalias divinas, como si los dioses marcharan con prisa hacia una guerra en el mar. Una brisa húmeda silenció todo como si se pudiera detener el tiempo.   Impensable pero cierto, justo antes del encuentro con aquella fuerza, todo fue brisa de espuma dulce. Después todo se volvió frío y simple como los pies de la muerte. Una gran ola, un gigantesco golpe de agua destruyó lo que se conocía como la orilla de aquellos días.  La poderosa corriente se llevó al gongolí quebrada abajo, río abajo, junto a todo lo demás.

           Al sentir que finalmente se hundía, mi amigo, desenrolló su cuerpo y comenzó  a nadar con todas sus patas. A pesar de su afán por vivir, la fuerte corriente no lo dejaba salir a flote. Aun así, no se rendía, seguía nadando en busca de una orilla seca. Nadó y nadó sin pensar en otra cosa que no fuera respirar. No podía ver y todo se escuchaba distinto. El gongolí comparó aquel zumbido submarino con algo parecido a oír al viento dentro del río,  arremolinado, intentando gritar con la boca llena de despojos. Supo lo que es luchar en el momento que más vencido se sentía. Su mente, sin pedir permiso, le mostró todos los rojos que existieron sobre el azul repetido de su pueblo amado. Luego perdió el conocimiento y la corriente se adueñó de su vida. 



“Cuando la muerte invita,  solo hay dos opciones: aceptar o declinar. Dicen que a veces la muerte perdona a los más osados. Repito,  sólo a veces.” 
–La mariposa–
            
         Sin saber a ciencia cierta qué pasa después de estirar las patas, el gongolí despertó bajo un sol dorado, sobre la  arena blanca de alguna playa divina.  Cientos de olas se estrellaron en la orilla, una tras otra frente a él. (Estoy seguro que el Gongolí nunca había visto el mar de cerca. No sé a él pero para mí el mar nos recuerda que existe tanto por conocer que lo indescriptible rima con inmensidad; pero ese soy yo rimando sin saber.) Luego de un largo trance cuasidivino, al estirarse, sintió el vivo dolor de su mala travesía. Sobrevivió. Sin perder más tiempo comenzó a caminar bajo el sol.  

              Mientras caminaba, a lo lejos, vio  una diminuta línea con alas que revoloteaba torpemente. El gongolí sabía lo que era y camino hasta ella. Era una mariposa de alas amarillas que recién se levantaba de una mala noche. Él le contó su historia y ella hizo lo mismo. Aunque estaban sobre la arena por razones distintas y desde mundos aparte, se entendieron y siguieron juntos. El mismo día que los conocí se marcharon, no sin antes aconsejarme con amor.  Hoy, repito sus palabras como si las creyera: Nunca dejes de amar el movimiento, detenerse siempre es el penúltimo paso antes de morir; no hay nada después, sólo esperar. Pero a pesar de todo, comparte mientras puedas moverte, mientras puedas compartir. Así me dijeron cuando llegaron a mí y lo repitieron al marcharse.  Que bueno que pasaron por el muelle con su historia y su amistad. Aquel día se marcharon caminando sobre la arena blanca, bajo el sol dorado, sin fijarse en el tiempo, hablando de amar al prójimo por los caminos que unen la montaña con la bahía de los barcos.


viernes, 4 de abril de 2014

La columna verde


 
“El terrible complot de seguir viviendo”, decía en la columna verde que sostenía el techo. La columna era un cilindro de cemento armado que se levantaba unida al suelo gris calizo. Era la pieza principal de aquella estructura hecha con cruces de madera, sin paredes y cubierta con planchas de zinc. Era una pérgola simple, un escape fácil. Un  espacio sereno  en medio del campo. Rodeado por ecos de pájaros y árboles. A veces llovía, pocas veces llevaba compañía. Era mi lugar, mi pedazo de montaña. Me gustaba ser parte de aquel murmullo natural a mi manera, en silencio. Me sentaba a observar los detalles, a escuchar mis preguntas y a fumar. La última tarde que fui a la pérgola, de una grieta en la base de la columna, justo bajo la frase de autor desconocido, crecían tres ramitas verdes de un joven flamboyán.

Hace mucho tiempo que no visito aquel lugar, cien años exactamente. Suelo preguntarme si aún existe aquella montaña o si todavía la pérgola sigue en pie. Quizás tiene zinc nuevo e historias recientes.  Nunca lo sabré, llevo casi noventa años en esta biblioteca virtual. Aquí no se existe como antes, es diferente. Me dedico a recordar, mantener mi memoria fresca es mi único trabajo. Ya no tengo que alimentarme y pocas veces descanso. Mis pensamientos son parte de una sección llamada “Banco de hombres”.  Soy una de las pocas mentes que el Congreso de Mujeres ordenó preservar para el estudio póstumo del hombre.  Me escogieron para estar en esta sección porque, según ellas, mi forma de interpretar y razonar es intrigante. Además, mi cuerpo resistió el mortal virus; no morí al instante como la mayoría. Eso me dijeron las científicas antes de convertirme en un archivo. Esa fue la última escena de mi antigua existencia: muchos cables y una aguja en mi cuello. Desde entonces sólo puedo recordar, no tengo contacto con nada nuevo. Ni siquiera puedo saber quién ve o estudia mi mente. No sé si alguien me ha leído o sólo soy un libro olvidado en algún anaquel.

 Lo único que me queda es el tiempo, saber cuántos años llevo en esta inmortalidad. Ayer recordé la última lección de Julio, el profesor de literatura. Él dijo que nunca habrá razones válidas para el genocidio; exterminar grandes cantidades de cualquier cosa es, y será siempre, un abuso y una exageración.  Me preguntaba cuántos profesores dejaron de existir y cuántas mujeres se arrepienten de haber eliminado a todos los hombres de la tierra. ¿Realmente matarnos fue necesario para salvar al mundo de la destrucción? Hoy recordé la cita de la columna verde. El día que caí víctima del virus estaba en la pérgola.  Ese mismo día descubrí las tres ramitas de flamboyán que crecían en la grieta de la columna. Aunque amaba aquella estructura, espero que el joven flamboyán hoy sea un árbol centenario. Que sus ramas sean como rayos de madera que se separan y esparcen hacia el cielo; ojalá, aunque esto signifique que la columna, y todo lo que ella sostenía, desapareció.

lunes, 7 de octubre de 2013

La Historia de Juan y los ataúdes de FEMA.



El pasado 3 de octubre un amigo mío, Rolando, se topó con un correo electrónico clasificado como secreto que explica los ataúdes de F.E.M.A.  Luego de leerlo, mi reacción fue: hay que compartir esta mierda.
               
  Los ataúdes son parte de una primera fase de un proyecto de reducción poblacional, son un asunto mediático dentro de un gran plan maquiavélico. Quieren que en el gobierno federal, en el momento de la tragedia, luzca previsor y patriarcal. Pero todo es parte de un proyecto capitaneado por un grupo altamente conservador y xenofóbico dentro del gobierno federal.  Están,  según ellos,  desesperados y actuando por el bien de la gran nación americana.  El proyecto Real State es nuentro fin.  Han estado esparciendo un virus durante meses en el sistema de agua potable de Puerto Rico,  el virus se esconde, en su mayoría, en el hígado o en el vaso de las víctimas.  Se mantiene navengando silenciosamente por la corriente sanguínea. Se cree que el noventa por ciento de la población ya es portadora del virus KAI h1n6. Nuestro cuerpo no lo detecta y no presenta síntomas.  El KAI, como se le hace referencia en la carta,  se mantendrá inactivo hasta que aviones del ejército de los Estados Unidos esparzan el catalítico F4 en el aire. La carta no da detalles del catalítico F4 ni habla de una fecha exacta pero recalca varias veces que noviembre es el mes esperado.  Luego de ser catalizado,  el virus se volverá altamente contagioso y mortal.  Se espera una epidemia instantánea que cobre al menos diez mil vidas en los primeros cuatro días.  Según el revelador email,  la expectativa es que la isla entera sea declarada en cuarentena en menos de dos semanas; de forma que nadie ni nada pueda salir o entrar a las aguas puertorriqueñas.  En cuarenta días se espera que Puerto Rico sea una isla llena de muertos. El gobierno federal tomará posesión de la isla,  las empresas ausentistas cobrarán sus seguros y en cinco años se pondrá en venta los terrenos del extinto pueblo caribeño de Puerto Rico. Esa es la verdad sobre los ataúdes de F.E.M.A.
                
El que me hizo llegar la información que hoy parafraseo ya desapareció y nadie sabe quién se lo llevó.  Yo sé que fueron ellos, no necesito más pruebas. No soy iluso.  Por eso estoy haciendo pública esta información, porque quiero que sepan las circunstancias en las que desaparecí.  Por conocer la verdad moriré antes que ustedes.

Compartan la verdad, sean libres.

Juan Pablo Lara

viernes, 13 de septiembre de 2013

No me van a creer.

La panadería cierra sus puertas a las 9:00 pm todos los días. Pero el pasado 3 de octubre fue diferente, salimos más tarde de lo habitual.  El gerente me ordenó dejar una nota en la puerta del gran horno.  Quería que le dijera a los compañeros del próximo turno que el horno no funcionaba.   Yo sabía que no me iban a creer.  Por eso traté de explicar la situación de una forma clara sin dejar de ser breve.
A las 7:42 pm un automóvil poco común se estacionó frente a las puertas de la panadería. Menos común era el chofer, tenía una barba larga y tres grandes ojos que lo hacían lucir sin frente.  Como a mi nada me sorprende, mantuve mis manos en la masa y me limité a saludar con la cabeza.  Acto seguido vi el celaje de la cajera que gritaba una sola palabra: ¡Extraterrestres! La cajera está viva pero no volvió a trabajar con nosotros. La cosa es que aquella última palabra que pronunció en la panadería  afloró un antiguo prejuicio en mi cabeza. Odio los extraterrestres desde que aprendí a odiar. La semilla xenofóbica fue plantada en mi niñez. Antes de saber limpiarme el culo, gracias a mi padre y a mis dos ojos, grabé en mi mente un cojón de películas de extraterrestres. La mayoría de las tramas se parecían: objetos no identificados tratan de colonizar la Tierra, otra vez. Mostros verdes, cucarachas gigantes o enanitos hijueputas destruían ciudades y mataban a sus habitantes para controlar el precio del petróleo en el universo. Los extraterrestres, para mí, significan peligro inminente, la muerte al asecho.

Inevitablemente entré en un estado de alerta; que se jodan las cacofonías, estaba caga’o. Más que defenderme quería sobrevivir.  No sabía cómo vencer a un extraterrestre. Soy de Bayamón pero no soy tan problemático, no tengo armas de fuego. Tengo una cuchilla pero se me quedó en casa. Mis manos solo sostenían algunas onzas de masa de pan. Para empeorar, antes que yo pudiera divisar  la ayuda de algún objeto punzante, el visitante barbudo entró hasta mi área de trabajo. El cabrón se detuvo frente a mi cagado cuerpo y me gritó. Por mi vasto conocimiento en filmes asumí que ese grito era su forma de declararme la guerra. El estruendo fue tan fuerte que mis rodillas no paraban de temblar.  Pero antes de ver la película de mi vida pasar, mis observadores ojos descubrieron algo. Al igual que yo, el enano gritón no tenía armas en sus manos y mirándolo bien, noté que era más pequeño que yo. Sin pensarlo mucho froté mis manos hasta hacer una bolita de masa de pan. Los tres ojos no dejaban de mirarme. Agarré la bolita con la mano derecha y la lancé al aire. Los tres ojos la siguieron hipnotizados y no los culpo, la bolita parecía flotar en la nada.  Mientras él miraba la bolita yo aproveché y salí corriendo desapercibido por la izquierda. Les confieso que ese acto de maña, jugar con la mente de un ser de otro mundo, me llenó de coraje y confianza. Por eso no salí de la panadería, ni siquiera salí de mi área de trabajo, me limité a pararme detrás de él. Ahora era yo quien lo acorralaba contra el gran horno. Aunque no me crean, cuando me detuve,  la panadería se iluminó. Una epifanía. Sobre los extractores de humo apareció la imagen de un hombre con barba, se parecía a Chuck Norris y me saludaba con la cabeza. No tuvo que decirme nada, ya yo sabía lo que tenía que hacer. Concentré mi energía en la cintura y le di una patada voladora al extraterrestre que acababa de voltearse hacia mí. El pequeño barbudo cayó contra las puertas del horno.  No quiero escucharme altanero pero fue como golpear cualquier cara, una explosión de adrenalina igual que otra. Tampoco me haré el macho, al final terminé asusta’o.  Lo que me cagó fue que, cuando el visitante chocó contra el horno, la luz se apagó. Cuando regresó la iluminación el extraterrestre se había ido con su automóvil volador.  El gerente llegó y me mandó a dejar una nota pegada en el horno mientras el buscaba a la cajera que, además de irse, se había descuadrado. Por eso el 3 de octubre salimos a las 10:00 pm. y, aunque los del próximo turno no me crean, por eso el horno no sirve.